sábado, 6 de noviembre de 2010

introduccion ala historia del arte-el museo de arte

De los gabinetes y las grandes colecciones al museo moderno

La Real Academia Española define museo como «lugar en que se guardan colecciones de objetos artísticos, científicos o de otro tipo, y en general de valor cultural, convenientemente colocados para que sean examinados». Como bien indica la Academia, los museos no solo son de arte, sino que los hay de todo tipo: científicos, etnográficos, botánicos...
Si bien sabemos que el coleccionismo ha debido de practicarse desde muy antiguo, solo desde el siglo V a.C. tenemos noticias de la exposición pública de colecciones de objetos. En época romana se exponían las piezas, de todo tipo, que eran traídas como botín de las conquistas. Sabemos que el coleccionismo de libros, estatuillas de bronce y otros objetos artísticos fue muy apreciado por las clases altas.
El origen de los actuales museos está en la Italia renacentista. El humanismo avanzó la idea de utilizar y exponer las colecciones. Vasari, fundador de la historiografía artística, fue el primero que realizó un proyecto para la construcción de un edificio cuya exclusiva utilización sería como museo: el palacio de los Uffizi de Florencia.
En toda Europa el coleccionismo se vio como un refuerzo del prestigio de la monarquía; se puede considerar a Francisco I como el iniciador, a principios del siglo XVI, de tal costumbre. Así, durante los siglos XVI y XVII los reyes, la aristocracia, la Iglesia y los burgueses se convirtieron en coleccionistas vehementes, y se sentaron las bases de los futuros museos nacionales.
El coleccionismo abarcaba gran diversidad de objetos artísticos, de ahí que surjan museos muy variados: de pintura, arqueológicos o monográficos.
Son numerosos los ejemplos: en España se reunieron las colecciones más importantes de pintura con los Austrias; en Holanda el coleccionismo fue obra de la burguesía, mientras que en Flandes fueron los aristócratas quienes más lo practicaron. Inglaterra también vivió un gran auge del coleccionismo regio, que alcanzó su momento más importante con Carlos I, quien reunió una importante colección de pintura, que fue dispersada durante la revolución de 1648.

Los grandes museos históricos

Hasta el siglo XVIII los museos eran exclusivamente privados y accesibles solo a una élite de escogidos. La idea de que el pueblo pudiera disfrutar de las colecciones conservadas en aquellas instituciones surgió como producto de la renovación ideológica que supuso la Ilustración.
El primer museo público de Europa fue el Británico, en Londres, que abrió sus puertas al público en 1759. El museo del Louvre, en París, se fundó en 1791 por disposición del gobierno republicano y por decreto de 1793 fue abierto al público tres días de cada diez.
En España, fue a lo largo del siglo XVIII cuando comenzó a desarrollarse y tomar cuerpo la idea de crear un gran museo. El rey José Bonaparte publicó un decreto por el que se fundaba un nuevo museo con obras pertenecientes a colecciones privadas, religiosas y reales. Finalmente Fernando VII lo llevó a cabo, instalando la colección en el palacio de Bella Vista, aunque posteriormente se trasladó al edificio donde se encuentra hoy en día, diseñado por Juan de Villanueva y destinado en un principio a albergar el museo de ciencias naturales.
Otro de los museos más importantes del mundo es el Museo Vaticano. Sus orígenes son muy antiguos, pues ya con Julio II, a principios del siglo XVI, se sitúan sus primeros fondos en el palacio del Belvedere. Sucesivos papas fueron creando diversas colecciones que con Pío XI y Juan XXIII fueron sistematizadas y unificadas para crear una única institución.

El museo en la sociedad moderna y los centros de arte contemporáneo

Las vanguardias realizaron una crítica a los museos de arte, considerándolos lugares muertos donde el arte perdía su esencia. Frente a esta idea, últimamente se está llevando a cabo un «renacimiento» del museo en la sociedad actual. Además, prevalece la idea del museo interactivo donde el público tiene más capacidad de interactuar con lo expuesto (sobre todo en los museos de ciencias). Al tiempo, los museos comienzan a ser también centros de difusión de la cultura, que permiten la investigación de sus fondos, y están dotados de salas de lectura y de conferencias.
En los últimos decenios, además, ha habido toda una serie de fundaciones de museos de arte contemporáneo que centran su atención en las vanguardias y en los más recientes movimientos artísticos. Baste citar alguno de ellos: entre los grandes museos extranjeros destacan el Museum of Modern Art y el Guggenheim de Nueva York o el Centro Pompidou de París; y entre los españoles el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, el IVAM de Valencia, el Guggenheim de Bilbao y el MACBA de Barcelona.

introduccion ala historia del arte-la unidad del arte y de su conosimiento

Valoración del arte en la historia
La dimensión de «artisticidad» que concedemos a unos determinados objetos supone estimarlos en virtud de un valor que, en sí mismos o con anterioridad, no tenían. Pero ese valor, que llamamos artístico, no depende de los materiales empleados, aunque puedan ser tan preciosos como el oro, ni del importe económico en el que pudieran ser tasados a través de mecanismos de mercado. Incluso, solo hasta cierto punto, influye la antigüedad o el estado de conservación.
En cambio, son muy importantes, cuando existen, los ideales estéticos que cada época utiliza para jerarquizar unas formas o modos de concebir la creación artística; desde luego, son decisivas las consideraciones que las épocas posteriores han establecido sobre ellos, en especial la contemporánea, porque así quedan ubicados en una perspectiva histórica que alcanza los problemas del presente. Eso implica que el valor artístico es, como el gusto, mutable, pero de ningún modo es una cuestión caprichosa. El historiador del arte ha de ocuparse, precisamente, de descubrir los mecanismos que engarzan todo ese proceso a lo largo del tiempo.
Aunque todo aquello que denominamos obra de arte no puede justificarse solo en virtud de su alcance social, ni juzgarse exclusivamente por el respeto que mereció a sus contemporáneos, ambos aspectos revelan una dimensión crucial del fenómeno artístico.
La valoración de los objetos en virtud de su belleza se inició en la Grecia antigua, pero fue a partir del Renacimiento cuando el ejercicio de la actividad artística, como arquitecto, escultor o pintor, y su protección, a través del mecenazgo y el coleccionismo, empezó a representar un papel primordial en el devenir histórico.
Los debates teóricos, acrecentados durante los siglos XVIII, XIX y XX, junto a la progresiva extensión de distintas expresiones de lo artístico, incomparablemente más difundidas que en ninguna otra época anterior, sobre todo en lo que se refiere a las posibilidades de creación y disfrute, han situado al arte en una posición capital en la cultura de nuestros días. Pero más allá de su valoración específica, aquellas piezas que hoy consideramos como manifestaciones artísticas, recibidas de las civilizaciones que nos han precedido, cumplieron funciones concretas, a veces decisivas, en la vida personal y social de los individuos a lo largo de la historia.
En la Prehistoria, por ejemplo, la creación está asociada, con frecuencia, a una actividad ritual. En el mundo antiguo y medieval, la religión, fuertemente imbricada con la política, constituye un factor consustancial al hecho artístico: por consiguiente, este no puede ser entendido sin tener en cuenta las creencias colectivas y los mecanismos económicos y culturales. Esta vinculación del arte con el poder supone un determinado modo de implicación de la sociedad en el proceso creativo: nace así la consideración del arte como un lenguaje con trascendencia social, que expresa contenidos.
Aunque la importancia de la dimensión religiosa y política que justifica la existencia de obras artísticas no solo no se pierde, sino que se acrecienta, durante la Edad Moderna, estas cobran poco a poco un valor autónomo.
Esta autonomía estética de la obra de arte culmina en el siglo XX, cuando la secularización y democratización de la sociedad proporciona al arte una libertad de concepto como nunca tuvo antes. Por una parte, ello favorece que muchas formas de creación se conviertan en instrumentos de reflexión sobre cualquier aspecto del ser humano, como una forma de escapar a la uniformidad intelectual y estética de un mundo globalizado; por otra parte, los medios de masas construyen lenguajes colectivos que contribuyen poderosamente a unificar -pero también a cuestionar- nuestros conceptos sobre la vida.

Pervivencia y valoración del patrimonio artístico: el historiador del arte

Como objetos autónomos, las obras de arte adquieren valores añadidos a lo largo del tiempo, que se superponen al sentido primitivo, hasta llegar, eventualmente, a ocultarlo. Es misión del historiador del arte recuperar las diversas perspectivas que han de adoptarse para entender las piezas en el transcurso de su existencia. Por eso, la presencia ineludible de las obras de arte en el mundo que nos rodea es algo tan importante como las funciones históricas concretas que, más o menos trasformadas, han mantenido hasta nuestros días. De hecho, las obras de arte que, por motivos diversos, han llegado hasta nosotros forman parte de la actualidad: constituyen lo que se denomina patrimonio artístico. El patrimonio artístico actúa directamente sobre nuestro conocimiento histórico y, al mismo tiempo, sobre nuestra sensibilidad presente. Al historiador del arte le corresponde estudiar y difundir los objetos artísticos con rigor científico, con objeto de preservar su integridad.